viernes, 24 de abril de 2020

Jardín

Despertó ese domingo, distinto. El verde avellana de sus ojos era mas bien un remolino azabache. Ella lo supo. Venía la tormenta y con ella las visitas usuales no tan bienvenidas.

Llevaban meses sin comerse los labios, sin curarse las heridas, sin besarse las manos. Cada mañana era tradición parar los relojes para abrazarse desnudos y contarse las arrugas. Las risitas cómplices impregnaban las sábanas de colores y aromas dulces. Cada roce tocaba el cielo, quemando las dudas, creando poesía.


Ella extrañaba la revancha de miradas y sonrisas durante el café matutino. Extrañaba aquellas manos ocultando el temblor de las suyas, tan frías y frágiles. Añoraba sentir de nuevo la fuerza de sus abrazos, que la envolvían como caramelo.


Cada mañana era un viaje distinto. Conocieron el mundo sin moverse de esa silla, sosteniendo su café... admirándose, viéndose a los ojos. Compraron un búho y empezaron a ahorrar cada moneda para sus sueños. "Será septiembre, mi amor". Tenían el infinito para hacer realidad cada viaje, cada promesa.

Pero su mirada predecía ese día que los viajes habían acabado.

"Abrázame. Durmamos así esta noche". "Te extraño". "Hablemos. Tomemos un vino acá afuera. La luna está hermosa hoy". "Bailemos". "Juguemos", le proponía ella cada noche.

Un no rotundo.

Ella pensó que eran invencibles. Así lo sentía cada tarde a las 3, descubriendo sabores, riendo a carcajadas, pidiendo deseos al atardecer.

No pudo salvarlo. Él tampoco a ella. No salvaron nada. Ni siquiera las monedas de sus sueños. Pagaron las cuentas, llenaron cada semana en silencio la despensa, compartieron tardes completas en absoluta soledad. Cesaron las caricias, también los regalos y la complicidad. Fueron cada día más toscos y sarcásticos, y sin querer llenaron de dudas y vacíos al otro. No hubo más plantas ni planes en común. Aunque el jardín siguió siendo su refugio de paz.

Los cafés matutinos se convirtieron en monólogos tristes con el celular. Las charlas en monosílabos. Las despedidas en un portazo y un suspiro. Las buenas noches, en una pesadilla esquiando a ciegas en la nieve.

"Esa es mi naturaleza", le dijo. "Me siento sofocado e incómodo". "No me nace ya el cariño, quizá más adelante podamos coincidir de nuevo". "Ahora me siento incompleto".

Buscaba cualquier excusa para iluminar aquella mirada lejana y ausente. "Se está perdiendo el atardecer", piensa ella con nostalgia. "¡Mira! Hay nuevos brotes de albahaca. La salvia crece; se está recuperando". Silencio absoluto.

Ese domingo él no tuvo más que explicar. 
Su mirada de profecía lo contó todo.

La gata maúlla afuera sin parar.
Un maullido tenebroso. Distinto.
Debe sentir la ausencia de voces. 

Debe presentir el congelamiento 
que se avecina en el jardín.